En el viento, hacia el mar estaba yo en ese 2004 en la isla, en Menorca, con mi pareja y mis criaturas, de uno y cuatro años, estrenando un hogar construido en azul. Aquellas noches, en los bordes del sueño y de la sombra, me atrevía a escribir mis primeros poemas, asomada al silencio de los días, cortos de luz y llenos de llantos y de palabras nuevas. En el viento, hacia el mar, me llamó el título de aquel libro amarillo, en el estante de novedades de la biblioteca de Mahón, y a sus páginas me agarré y me dejé llevar, sacudir la ceniza, liberando las alas de la mariposa enjaulada. Aprendiendo, ya para siempre, que yo no era aquella que a veces me creía, que querían que fuera, que “eres”, me decían… En el viento, hacia el mar me solté el pelo y la lengua escondida, aunque la mudez persistió y solo en el poema fue salvada. Hacer que todo arda, me decía, y aún no ardió, pero sí, me abrió la puerta Julia, la puerta negra más grande que su cuerpo y que el mío, la puerta a los mensajes en el viento, hacia el mar, el corazón, los sueños. Y quería gritar y no sabía, y Julia gritaba por mí y yo grité leyéndola. Julia me nombró extraña, ese estar sin estar, a la escucha de voces clavadas, cristales en los ojos, en las manos. Extraña ella en París, yo, después de la isla, deambulando en Bruselas, preguntando la danza del espacio y del tiempo, de qué se hacen los días, cómo se posa el agua en las estatuas y se cubren de moho. En la bruma aprendí, yo también, la voz del haya. Gracias querida Julia por decir la pregunta, por dejarte escribir la luz que habita los lugares del alma. Celebro y agradezco tu existencia, tu vivir, tu cantar cosas locas, despegada de moldes, libre, traspasando tu voz toda frontera. ¿Dónde esta la niña Julia ahora? Ella lo dijo: Nadie sabía quién era. En el viento, hacia el mar, driving and driving and driving alone.
Gracias querida Julia.