“Tenía que pasar algo así. El martes, creo que fue, sí, que era día de
mercado, cogieron juntos el tren. Ella se quería ir sola, el marido ya andaba
muy mal, pero los años le habían vuelto aún más terco y no hubo manera. Se iban
para conocer a la primera nieta, ¿sabe?, la iban a llamar Úrsula, como ella.
La Úrsula venía del Norte, de pueblo
de mar. Algunos todavía la llamaban forastera, a pesar de que llevaba aquí toda
la vida. Llegó de niña, ya crecidita, a cuidar a una pariente. Luego conoció al
Julio y al poco se casaron. Todavía me acuerdo de ese día. Nos cayó una buena tormenta
cuando estábamos en la iglesia y al salir tuvimos que quitarle el velo para que
no se ensuciara de barro. Parecían una pareja del cine. El siempre fue buen
mozo y ella con esa melena rubia y ese figurín ¡parecía un maniquí!
Entre nosotras, no creo que estuviese muy enamorada. Pero dicen que su
madre no le permitió volver a casa. Ya tenía suficiente con los hermanos. Tres
más, me parece. Y la muchacha no tenía a donde ir. Eran tiempos difíciles.
Acababa de terminar la guerra y había poco que comer.
Desde el principio, le costó
adaptarse. La Úrsula era muy diferente a las chicas de por aquí. Durante la
semana, cuando él marchaba a trabajar a la ciudad, acostumbraba a pasear por el
prado. Cantaba, a veces. Pero la mayoría andaba silenciosa, con la mirada
perdida al frente. A mi me daba pena verla tan sola. Algunas tardes, si podía,
me acercaba, como de casualidad, a la fuente donde siempre paraba a beber agua, y nos quedábamos de charla un rato. Al
principio, apenas cruzábamos cuatro palabras de cortesía. Luego se convirtieron
en cuatro frases, pero siempre como de compromiso. Hablábamos de lo bueno o lo
malo que estaba el tiempo, de que las naranjas se habían puesto muy caras, del
sermón tan largo que había dado el cura el último domingo de misa…
Un día cuando llegué estaba llorando
mucho. Ni me miró, y yo me asusté, parecía otra.