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martes, 25 de noviembre de 2014

Hasta que la muerte nos separe

Consortes,D. Úrsula M. R. y Don Julio S.F.,87 y 94 años,fallecidos el 8 y 9 de mayo, respectivamente…

Tenía que pasar algo así.  El martes, creo que fue, sí, que era día de mercado, cogieron juntos el tren. Ella se quería ir sola, el marido ya andaba muy mal, pero los años le habían vuelto aún más terco y no hubo manera. Se iban para conocer a la primera nieta, ¿sabe?, la iban a llamar Úrsula, como ella.

La Úrsula venía del Norte, de pueblo de mar. Algunos todavía la llamaban forastera, a pesar de que llevaba aquí toda la vida. Llegó de niña, ya crecidita, a cuidar a una pariente. Luego conoció al Julio y al poco se casaron. Todavía me acuerdo de ese día. Nos cayó una buena tormenta cuando estábamos en la iglesia y al salir tuvimos que quitarle el velo para que no se ensuciara de barro. Parecían una pareja del cine. El siempre fue buen mozo y ella con esa melena rubia y ese figurín ¡parecía un maniquí!

Entre nosotras, no creo que estuviese muy enamorada. Pero dicen que su madre no le permitió volver a casa. Ya tenía suficiente con los hermanos. Tres más, me parece. Y la muchacha no tenía a donde ir. Eran tiempos difíciles. Acababa de terminar la guerra y había poco que comer.

Desde el principio, le costó adaptarse. La Úrsula era muy diferente a las chicas de por aquí. Durante la semana, cuando él marchaba a trabajar a la ciudad, acostumbraba a pasear por el prado. Cantaba, a veces. Pero la mayoría andaba silenciosa, con la mirada perdida al frente. A mi me daba pena verla tan sola. Algunas tardes, si podía, me acercaba, como de casualidad, a la fuente donde siempre paraba a beber agua,  y nos quedábamos de charla un rato. Al principio, apenas cruzábamos cuatro palabras de cortesía. Luego se convirtieron en cuatro frases, pero siempre como de compromiso. Hablábamos de lo bueno o lo malo que estaba el tiempo, de que las naranjas se habían puesto muy caras, del sermón tan largo que había dado el cura el último domingo de misa…  

Un día cuando llegué estaba llorando mucho. Ni me miró, y yo me asusté, parecía otra.
Ella que andaba siempre  tan serena, gemía y temblaba como una niña chica. Me senté a su lado sin decirle nada, mirando al suelo. No sé cuanto tiempo pasamos así, pero a mí se me hizo muy largo. Luego, limpiándose las lágrimas me preguntó: “¿Has estado alguna vez en el mar?”. Yo le contesté que no, moviendo la cabeza. Ella se quedó callada, se levantó y me dijo al marchar: “algún día tengo que hablarte del mar donde yo nací”. Luego pasó el tiempo, llegaron las criaturas, hasta siete que tuvo,  y dejó de venir a la fuente

Lo comentábamos las mujeres, esta aldea le venía chica.  Mira que todos los lunes iba a la estación a despedir al marido, pues jamás la llevó con él.  Aunque fuera sólo unos días. Los hijos se podían haber quedado perfectamente con la abuela... Pero no, en setenta y tres años no salió de aquí.

Bueno, menos cuando la muerte de las mellizas. Aquella escapada  sorprendió a todos. Dicen que saltó por la ventana de su habitación cuando el médico le daba la noticia a él, que esperaba en el patio. No sé muy bien como, el caso es que echó a correr hacia la estación y consiguió montarse en un tren hacia el Norte. Pero no dejaba de sangrar. Así que tuvo que bajarse en la primera parada y buscar un ambulatorio. De allí la trajo el marido al día siguiente.

Ella nunca se lo perdonó. El Julio se había negado a trasladarla a parir a la capital, como le había recomendado todo el mundo. Que no, que era mucho engorro, decía. Y mire usted...

Desde la pérdida, la Úrsula ya no fue la misma. La dejamos de ver. El marido la prohibió salir de la casa. Las hijas mayores se hacían cargo de todo.  Las veces que me acerqué a visitarla parecía igual que siempre, atareada,  silenciosa. Y él,  que no la dejaba vivir: “Lula, ¿dónde estás?; Lula ¿qué haces?, Lula ¿a dónde vas?”, se le oía gritar día y noche.  

Hace unos meses la Úrsula casi se nos va. Cogió una gripe fuerte que la dejó postrada en cama tres semanas. Estuvo muy mala, muy mala. Con fiebre muy alta. Y el marido dejó de hablarle. Le echaba la culpa de la enfermedad. Decía que lo que quería era abandonarle. Que era una mala mujer. Entonces él se obsesionó por hacerse fabricar aquel ataúd, una caja doble, para que los dos estuvieran “bien juntitos también en el descanso eterno”, parece que la decía amenazante.

Nunca se había visto cosa igual en la aldea y muchos vecinos se acercaron al taller del carpintero a ver como iba quedando. Pero mire que justo cuando estuvo terminado, la Úrsula se curó. Y el féretro quedó guardado en el desván.   

La hija segunda se había marchado hacía tiempo a vivir fuera,  a la tierra  de la Úrsula, en busca de trabajo. Pero ella nunca había ido a visitarla. Él Julio no se lo había permitido. Pero esta vez él ya estaba muy viejo, y a lo mejor, ¿sabe usted?, yo creo que ella se hubiera ido de todas formas. Así que no puso problema, si él viajaba también.

Y allí es donde ha ocurrido.  Un día después de llegar. La Úrsula ya había conocido a la nieta, la había mecido en sus brazos. Por cierto, su hija me ha dicho que ha salido igual que la abuela, rubia con ojos grandes de color gris. Se dice que la mujer aprovechó la hora de la siesta para salir de la casa sin que se dieran cuenta. Luego parece que tomó el sendero hacia la playa, como hacía cuando era niña.

Encontraron su ropa en la arena, nada más.  A pesar de que hasta salió en barco el yerno, que es pescador, para acompañar a los equipos de salvamento durante toda la noche. Pero, ni rastro, oiga. Como si se la hubiera tragado el mar. 

Luego, el Julio murió de madrugada, de un ataque al corazón, después de una larga agonía. Ayer le trajeron a la aldea para enterrarle. Y ahí le tiene, solo, pudriéndose en ese gran ataúd.   

         25 Noviembre - Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres








 

 

 

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